
La segunda parte de El Señor de los Anillos tiene como hilo conductor la acción de caminar: de principio a fin, sus protagonistas no paran de andar, haciendo frente a los obstáculos que les salen al paso. Aragorn, Légolas y Gimli van hacia Édoras, la capital del reino de Rohan, y Merry y Pippin escapan hacia el bosque de Fangorn tras librarse del cautiverio de sus enemigos; pero todos tienen sus pensamientos puestos en Frodo, el portador del anillo, y en su fiel amigo Sam, quienes dirigen sus pasos hacia el País de la Sombra. Tolkien nos muestra cómo los distintos rostros del mal oprimen a los miembros de la disgregada Compañía del Anillo; ensombrecen sus corazones con la amenaza de quitarles la esperanza. “Las estrellas son débiles; y me siento cansado como nunca lo está ningún Montaraz”, confiesa Aragorn, y añade que lo que padece es “un cansancio del corazón más que de los miembros” (28-29). Lo que realmente fatiga a los protagonistas es la posibilidad de que el mal ahogue para siempre el renacer de todo lo bueno y lo bello que hay en el mundo. En sus horas más oscuras solo el sustento del lembas, el pan del camino, y el recuerdo de la hermosura de Galadriel, la dama del bosque de Lórien, les ayudan a seguir adelante. Sobre el lembas, leemos cómo su sabor les trae a los hobbits “el recuerdo de unas caras hermosas, y de risas, y comidas sanas en días tranquilos y lejanos ahora” (69).
Tolkien nos transmite, repetidas veces, la idea de que el reinado del mal es equivalente a la ausencia de sentido, al reinado de la nada; en cambio, el reinado de lo bueno y lo bello equivale al descubrimiento de un sentido. Esta idea se refleja en la importancia de las palabras; los que hacen un buen uso de ellas saben que las palabras portan un significado en tanto que, en última instancia, permanecen abiertas a ese sentido que lo abarca todo. El personaje de Bárbol, una entrañable criatura del bosque de Fangorn, explica a Merry y Pippin el valor de los nombres y les ayuda a distinguir cuándo decimos algo con sentido. “Los nombres verdaderos os cuentan la historia de quienes los llevan”, les dice; “nunca decimos nada, excepto cuando vale la pena pasar mucho tiempo hablando y conversando” (79). Por esta razón, las personas que han abandonado la esperanza en un sentido también han renunciado, implícitamente, a la posibilidad de hablar. “No recuerdo que llegara a decirme algo”, sostiene Bárbol acerca del perverso Saruman. Es muy interesante, a este respecto, lo que leemos sobre el efecto que tienen las palabras de este mago en sus oyentes: su sonido, o sea su apariencia, crea un encantamiento; pero están huecas, y quienes las escuchan “rara vez eran capaces de repetir las palabras” (234).

La segunda mitad del libro, centrada en la dura travesía de Frodo y Sam, nos dice que incluso cuando a los hobbits no les queda aliento para hablar, el sentido bueno de todas las cosas se hace patente a través de una belleza reveladora. Lo vemos en los momentos en que Frodo duerme entre las rocas, agotado por el peso del anillo, y Sam contempla la hermosura de su rostro. “El semblante de Frodo era apacible, las huellas del miedo y la inquietud se habían desvanecido; y sin embargo recordaba el rostro de un anciano, un rostro viejo y hermoso”, leemos (337). Y, más adelante, Sam reconoce en su amigo “una belleza élfica, el rostro de alguien que ha partido hace mucho tiempo del mundo de las sombras” (449). Además, a lo largo de la travesía, Sam descubre otra clase de belleza: la de las grandes historias, protagonizadas por personas que “tuvieron muchas veces la posibilidad de volverse atrás, solo que no la aprovecharon” (420), al igual que ellos. Esta es la conversación que Sam mantiene con Frodo:
— … ¿Las grandes historias no terminan nunca?
—No, nunca terminan como historias —dijo Frodo—. Pero los protagonistas llegan a ellas, y se van cuando han cumplido su parte. También la nuestra terminará, tarde… o quizá temprano.
—Y entonces podremos descansar y dormir un poco —dijo Sam. Soltó una risa áspera—. A eso me refiero, nada más, señor Frodo. A descansar y dormir simple y sencillamente, y a despertarse para el trabajo matutino en el jardín. Temo no esperar otra cosa por el momento. Los plantes grandes e importantes no son para los de mi especie. Me pregunto sin embargo si algún día apareceremos en las canciones y en las leyendas. Estamos envueltos en una, por supuesto; pero quiero decir: si la pondrán en palabras para contarla junto al fuego, o para leerla en un libraco con letras rojas y negras, muchos, muchos años después. Y la gente dirá: “¡Oigamos la historia de Frodo y el Anillo!”. Y dirán: “Sí, es una de mis historias favoritas. Frodo era muy valiente ¿no es cierto, papá?”. “Sí, hijo mío, el más famoso de los hobbits, y no es poco decir”.
—Es decir demasiado —respondió Frodo, y se echó a reír, una risa larga y clara que le nacía del corazón. Nunca desde que Sauron ocupara la Tierra Media se había escuchado en aquellos parajes un sonido tan puro. Sam tuvo de pronto la impresión de que todas las piedras escuchaban y que las rocas altas se inclinaban hacia ellos. Pero Frodo no hizo caso; volvió a reírse—. Ah, Sam, si supieras… —dijo—, de algún modo oírte me hace sentir tan contento como si la historia estuviese escrita.
Las Dos Torres, págs. 421-422
John Ronald Reuel Tolkien (1892-1973), profesor de literatura en la Universidad de Oxford, fue el creador de la Tierra Media, un lugar del que surgieron sus obras más conocidas: El Hobbit, la trilogía de El Señor de los Anillos y El Silmarillion.
Palzol (Pablo Alzola)
Datos del libro
Título: El Señor de los Anillos II. Las dos torres
Autor: J. R. R. Tolkien
Páginas: 480
Precio: 10,95 €
Editorial: Minotauro
Traductor: Matilde Horne y Luis Domènech
Lugar y año de publicación: Barcelona, 2012