Cuando me recomendaron la lectura de esta novela autobiográfica, lo primero que pensé es que resultaba algo pretencioso por parte de Stefan Zweig escribir un libro relatando su propia vida. ¿Acaso fue ésta tan especial e importante como para dedicarle una novela? Y, sin embargo, en la primera página del prólogo, como si el autor hubiera adivinado mis recelos, Zweig se refería precisamente a ésto: «Jamás me he dado tanta importancia como para sentir la tentación de contar a otros la historia de mi vida. Han tenido que pasar muchas cosas, acontecimientos, catástrofes y pruebas, muchísimas más de lo que suele corresponderle a una misma generación, para que yo encontrara valor suficiente para concebir un libro que tenga a mi propio <<yo>> como protagonista, o, mejor dicho, como centro». Zweig se sitúa a sí mismo, en su propia autobiografía, como un mero espectador que ha sido testigo de sucesos dignos de ser contados. Y este planteamiento, la verdad, me convenció desde el primer momento.
A medida que más se lee, más se va convenciendo el lector de que Stefan Zweig fue un intelectual y una persona de una talla especial. El autor comienza retratando de forma admirable la sociedad y el ambiente cultural en la Viena de finales del s. xix y principios del xx. Éste es, precisamente, el ‘Mundo de ayer’ al que se refiere el título: un mundo de paz y de progreso en las ciencias y la técnica, en el que la cultura y las letras florecían e impregnaban el día a día de sus habitantes. Fue en este mundo tan apreciado por el autor en el que éste pasó su infancia, en el seno de una familia judía y acomodada de la sociedad vienesa. Sus primeros años estuvieron marcados por una formación intelectual intensa y autónoma, que le llevaron a comenzar a escribir e introducirse en los círculos culturales de la Viena del momento. Su fama fue creciendo poco a poco, y sus obras comenzaron a distribuirse en el extranjero hasta que se convirtió en uno de los autores más influyentes en el panorama intelectual internacional. Uno de los anhelos más profundos de Zweig fue su idea de Europa, que impregna la novela de principio a fin. Ésta no debía de ser, a juicio del autor, tan sólo una alianza política o de tipo económico, sino principalmente una comunidad cultural. A lo largo de su vida, Zweig trató de concienciar a intelectuales y artistas de la necesidad de tal comunidad, a cuya promoción consagró su obra y su propia vida. En la línea de lo anterior, Zweig realizó numerosos viajes y mantuvo correspondencia e incluso amistad con muchos de los intelectuales europeos del momento, como Sigmund Freud, Hugo Hofmannsthal, Auguste Rodin, Max Reinhardt, Josep Roth, Franz Werfel, Maksim Gorki, Thomas Mann, Einstein o Herman Hesse.
La fama que el autor había alcanzado a nivel mundial fue sin embargo truncada cuando en 1938, por causa de su ascendencia judía, el régimen nacionalsocialista le investigó y persiguió, prohibiendo la lectura y difusión de sus libros en Alemania. A Zweig, para el que su vida intelectual lo era todo, le afectaría profundamente la prohibición de sus libros y el declive de su obra y de su fama, no sólo en un plano profesional sino también en uno más personal e íntimo.
Zweig huyó a tiempo del nazismo, abandonando su amada Austria y exiliándose con su mujer primero a Reino Unido, EEUU y, más tarde, a Petrópolis (Brasil). Pero Zweig no pudo soportar el aparente triunfo de Hitler sobre Europa ni, sobre todo, la total aniquilación que esto suponía de su ideal de una Europa unida en lo humano y lo intelectual. Según cuentan, quedó completamente trastornado cuando leyó en la prensa sobre el avance de Hitler, que parecía augurarle la victoria en la Segunda Guerra Mundial. «Europa se ha suicidado», repetía sin parar.
El 22 de febrero de 1942, Zweig y su mujer se suicidaron. Dos días después su criado les encontró a ambos muertos, abrazados sobre la cama. La nota de despedida que el autor dejó decía:
«Cada día he aprendido a amar más este país y quisiera no haber tenido que reconstruir mi vida en otro lugar después de que el mundo de mi propia lengua se hundió y se perdió para mí, y mi patria espiritual, Europa, se destruyó a sí misma.
Pero para empezar todo de nuevo un hombre de 60 años necesita poderes especiales y mi propio poder se ha desgastado después de años de vagar sin asiento. Por eso prefiero terminar mi vida en el momento adecuado, justo, como un hombre para quien su trabajo cultural fue siempre la más pura de sus alegrías y también su libertad personal —la más preciosa de las posesiones en este mundo.
Dejo saludos para todos mis amigos: quizá ellos vivan para ver el amanecer después de esta larga noche. Yo, más impaciente, me voy antes que ellos.»
Sólo tuve conocimiento del suicidio del autor una vez hube leído la novela completa, y en un primer momento este hecho me impresionó profundamente. Más tarde, dándole vueltas al asunto, esta nueva clave de interpretación cambió totalmente la idea que me había hecho sobre el libro y sobre el propio Stefan Zweig. No dejaba de preguntarme cómo alguien con la entereza, la serenidad y la fortaleza del autor había podido suicidarse. Entonces me di cuenta de algo que al principio me había pasado desapercibido.
La novela es sin duda admirable, eso no lo discuto. Es sólo que, si uno se para a pensarlo, hay algo que no cuadra en el retrato que Zweig hace de sí mismo, que tiene algo de artificial, de maquillado. El autor no habla prácticamente nada a lo largo del libro de su intimidad, de las relaciones que mantuvo con sus dos esposas, de las dudas y los sufrimientos que le corroían y que culminaron en el suicidio. Es cierto que, según describe en el prólogo, su intención no es resaltar su propia figura, sino contar los sucesos históricos de los que fue testigo. Y, a pesar de todo, no deja de ser artificial que en 552 páginas se hagan sólo dos referencias tangenciales a su segunda esposa, no se mencione siquiera su matrimonio y posterior divorcio con la primera de ellas, no se ahonde en el sufrimiento interno que le llevó a suicidarse, etc. Tampoco se hace en la novela ninguna referencia a su posible homosexualidad, hipótesis no del todo confirmada que ha apuntado su biógrafo George Prochnik. Es como si, bajo la fachada de serenidad y fortaleza que nos muestra, hubiera en realidad un ser humano mucho más atormentado y vulnerable de lo que la novela quiere dar a entender. Y la falta de referencias a su vida privada me resultó todavía más artificial cuando me enteré de que Zweig escribió la novela de corrido poco antes de suicidarse, en un estado de trance del que sólo salía para comer y dormir, como si ya hubiera decidido su final pero le quedara algo por hacer antes de que llegara éste. Todo ello me dejó la sensación -no sé si acertada o no- de que en su autobiografía, Zweig no se mostró sinceramente tal y como era, sino que nos dibujó la imagen de sí mismo tal y como quería que le recordáramos.
A continuación transcribo un fragmento en el que Zweig cuenta cómo escribió un libreto para una de las óperas de Richard Strauss, con el que consiguió -en gran medida, por influencia de éste último- poner en jaque al régimen nacionalsocialista e incluso a Hitler en persona:
«El partido eludió la decisión mientras pudo. Pero al comienzo de 1934 tuvo que decidir finalmente si se colocaba en contra de su propia Ley o en contra del músico más grande de la época. El plazo expiraba. Hacía tiempo que la partitura, los extractos para piano y el libreto ya se habían publicado, el teatro imperial de Dresde había encargado el vestuario, se habían repartido e incluso estudiado los papeles, y todavía no se habían puesto de acuerdo las diferentes instancias: Göring y Goebbels, la Cámara de Literatura del Reich y el Consejo Cultural, el ministerio de Instrucción Pública y la guardia de Streicher. Aunque pueda parecer cosa de locos, el caso de La mujer silenciosa acabó convirtiéndose en un asunto de Estado. Ninguna de las instancias se atrevía a asumir la plena responsabilidad de ‘autorizar’ o ‘prohibir’, de modo que no hubo más remedio que dejarlo al buen criterio del amo y señor de Alemania y del partido, Adolf Hitler. Mis libros ya habían conocido el honor de ser suficientemente leídos por los nacionalsocialistas; sobre todo Fouché, al que no paraban de estudiar y discutir como modelo de irreflexión política. Sin embargo, nunca habría esperado que, después de Goebbels y Göring, el mismo Hitler en persona tuviera que molestarse ex officio en estudiar los tres actos de mi libreto lírico. No le resultó fácil decidirse. Según supe posteriormente por toda clase de vías indirectas, se desencadenó una serie de conferencias interminable. Al final, Richard Strauss fue convocado ante el Todopoderoso, y Hitler le comunicó personalmente que haría una excepción y autorizaría la representación de la obra, aún cuando contraviniera todas las leyes del nuevo Reich alemán, una decisión tomada seguramente tan de mala gana y de mala fe como la firma del pacto con Stalin y Mólotov.
Y así, aquel día negro para la Alemania nacionalsocialista trajo consigo la representación de una ópera en que el nombre proscrito de Stefan Zweig volvía a figurar en todos los carteles.»
Como de costumbre, la edición de Acantilado está muy cuidada y no le pongo ninguna pega, salvo quizás por la cuestión del precio, que es bastante elevado. Aún así, la novela bien vale esos 27 €, y el dinero invertido en libros nunca está mal invertido, así que no os dejéis amedrentar. Además, tenéis en Amazon la traducción inglesa en versión digital por 7,5 €, así que no hay excusa posible. ¡Comentad qué os ha parecido!
Max Estrella
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